martes, 28 de octubre de 2014

NI INFIELES NI ATEOS

















NI INFIELES NI ATEOS
os teósofos han sido acusados de infieles y hasta de ateos frecuente e injustamente, con
lo cual se ha incurrido en un grave error, especialmente en lo que se refiere a esta
última acusación, porque poco lugar le queda al ateísmo en una Sociedad importante
formada por miembros pertenecientes a tantas razas y nacionalidades diferentes; en
una asociación en que se deja a cada cual en libertad de creer en lo que uno prefiera y de
seguir o no la religión en la que uno ha sido educado y en la que ha nacido. En cuanto a la
acusación de “infiel” no es más que un contrasentido y una fantasía cuyo absurdo se puede
demostrar fácilmente pidiendo a quienes nos difaman que nos muestren una persona del
mundo civilizado que no sea considerada como “infiel” por personas pertenecientes a una
creencia diferente a la suya. Esto lo encontraréis tanto si frecuentáis los círculos altamente
respetables y ortodoxos, como si os ponéis en contacto con la sociedad de los que se llaman a
sí mismos “heterodoxos”. La acusación es mutua, tanto que se exprese tácita como
abiertamente; viene a ser una especie de juego de raquetas en el que cada cual devuelve la
pelota con elegante silencio.
En realidad, no puede tildarse de “infiel” al teósofo ni al no teósofo; sin embargo, hemos de
confesar que no hay un ser humano que no pueda ser tildado de “infiel” por un sectario
cualquiera. En cuanto a la acusación de ateísmo, es harina de otro costal.
¿Qué es el ateísmo? ¿Consiste en no creer en la existencia de un Dios, o de unos dioses y en
negarla, o simplemente en negarse a aceptar una deidad personal, según la definición algo
violenta de R. Hall, quien explica el ateísmo diciendo que es un “sistema feroz que no deja
nada por encima de nosotros (?) que nos infunda terror, y nada a nuestro alrededor que pueda
despertarnos sentimientos de ternura”(¡)? Si aceptáramos la primera definición no podríamos
aplicarla a la mayoría de nuestros miembros, puesto que los de la India, Birmania, etcétera,
creen en dioses o seres divinos y sienten mucho temor de ellos. Lo mismo les ocurre a
muchos teósofos occidentales que no dudarían en confesar que creen profundamente en
espíritus planetarios o del espacio, fantasmas o ángeles. Muchos de los nuestros aceptan la
existencia de inteligencias superiores e inferiores y de Seres tan sublimes como cualquier
Dios “personal”.















Y esto no es un secreto recóndito pues la mayor parte de nosotros creemos en la
supervivencia del Ego espiritual, en los Espíritus Planetarios y en los Nirmânakâyas, esos
grandes adeptos pertenecientes a pasadas edades que, renunciando a sus derechos al Nirvana,
moran en las esferas en las que vivimos y no como “espíritus”, sino como Seres espirituales,
enteramente humanos. Siguen siendo lo que fueron, salvo en lo que atañe a su envoltura
corporal y visible, la cual han abandonado para prestar ayuda a la pobre humanidad, en todo
cuanto esta ayuda puede prestarse sin chocar con la ley kármica. En esto es en lo que consiste
“la Gran Renunciación”: en un incesante y constante sacrificio a través de eones y de edades,
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Los orígenes del ritual en la Iglesia y en la Masonería
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hasta que llegue el día en que se abran los ojos a la ciega humanidad y en que todos y no sólo
un reducido número de hombres, reconozcan la Verdad universal. Si estos Seres quisieran que
el fuego que anima nuestros corazones cuando pensamos en el más sublime de los sacrificios
se abrasara en adoración y se ofreciera en un ara levantada en su honor, podrían ser
considerados como Dios o como Dioses: pero no anhelan semejante cosa, porque el templo
devocional que se erige en lo recóndito del corazón, lejos de toda ostentación profana, es el
más hermoso.














Examinemos ahora quienes son los demás Seres invisibles, unos de los cuales se encuentran
más elevados que otros en la escala evolutiva. Nada tenemos que decir acerca de estos
últimos; y en cuanto a los primeros, nada nos pueden decir a nosotros porque para ellos no
existimos. Lo homogéneo no puede tener conocimiento de lo heterogéneo y por lo tanto no
podemos abrigar la esperanza de reconocer su naturaleza real, a no ser que aprendamos a
evadirnos de nuestra envoltura mortal y a comunicarnos “de espíritu a espíritu”.
Todo verdadero teósofo sustenta la Idea de que el Yo divino superior existente en el hombre
mortal es de la misma esencia que el de los dioses. El Ego encarnado, dotado de libre albedrío
que, por lo tanto, tiene mayor responsabilidad, es superior, si no más divino que cualquier
Inteligencia espiritual que no haya reencarnado todavía. Lo cual es fácil de comprender desde
el punto de vista filosófico para los metafísicos de la Escuela oriental. El ego encarnado ha de
luchar con dificultades inexistentes para la Esencia divina pura, la cual, por el hecho de serlo,
no está asociada con la materia. Esta esencia carece de mérito personal, mientras que el Ego
encarnado se encuentra en camino de llegar a su perfección final, pasando por las pruebas de
la existencia, el dolor y el sufrimiento.
Es imposible que la sombra del Karma caiga sobre lo que es divino, simple y tan diferente
de nosotros que no puede tener relación alguna con nosotros. Y por lo que se refiere a las
divinidades del Panteón esotérico hindú que son consideradas como finitas y que, por
consiguiente, se hallan sujetas al Karma, jamás filósofo alguno digno de este nombre,
consentirla en adorarlas ya que no son más que signos y símbolos.

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